Tertulianos transhumanos

Tiempo ha, hacían mofa en El Intermedio —programa que presenta El Gran Wyoming— de ciertas declaraciones de un párroco católico. Creo recordar, para más INRI, que además pertenecía a la Conferencia Episcopal, ese nido de estómagos agradecidos cuya labor es tan variopinta como controlar el pensamiento político o hacer la vista gorda con los casos de pederastia.

Aquel hombre, sereno, oponía el ejercicio de su fe a una corriente transhumanista que la estaba haciendo menguar, en pro de lo que a su juicio era inmoral.

Dani Mateo, colaborador del programa, se reía tanto del palabro como de su propia ignorancia. Al parecer, su falta de ganas por explorar la profundidad del término acabó por convertirse en un chiste para ganar audiencia. (Oblitero mis opiniones sobre la crisis intelectual de la izquierda española; me apena, simplemente).

Lo que aquel cura decía, olvidadas las gracietas de los graciosillos, apuntaba al corazón del conflicto que sufre un devoto, acostumbrado a los dogmas que por su definición necesitan que la realidad no cambie para seguir siendo ciertos.

El transhumanismo es lo que es —por si no lo sabes, Dani—: la idea de trascender al humano natural mediante la tecnología. Comparto con el religioso el cisma, pero me sitúo en la orilla opuesta. Si dejamos el humor para más tarde, el progreso nos devuelve a una realidad excitante.

Los condicionantes naturales y sociales —nature-norture— nos han empujado a tolerar modelos societarios modelados por el factor de supervivencia, de corte generalmente sexista —las mujeres a parir, los hombres a luchar—. Hoy en día, el avance de la cibernética, la automatización, la inversión en innovación y las postrimerías de la postmodernidad han cambiado el tablero de juego, hasta cuestionar la definición de humano y su rol en el mundo.

Sin tecnología no existen posibilidades de alterar la propia naturaleza; con ella, se desdibujan los límites de la biología. El ejemplo más patente es la cirugía estética, pero el uso de extiende a modificaciones de carácter electrónico, e incluso sináptico —en el hipotético caso de que seamos capaces de descargar una mente en un ordenador.

El transhumanismo trasciende el ser inmóvil, rompe con las definiciones estáticas de lo que son las cosas, y desafía los dogmas con aplicaciones que no se pudieron prever en las épocas que conformaron los textos sagrados —tan acostumbrados a consolidar una sociedad cisexual, justificándola como asunto de fe—. La mentalidad transhumana no necesita creer en Dios, porque se asume la deidad en el propio ejecutor de su cuerpo, que esculpe el ego a golpe de bisturí. El ser humano se convierte en su demiurgo particular, y con ello le quita el oficio al Señor.

Por los siglos, la teología ha trabajado por una metafísica que conectase contradictorios textos sagrados con exégisis capaces de satisfacer a la razón. Si ahora, dicho que «fuimos creados a imagen y semejanza de Dios», cualquiera puede variar en su forma y fondo, ¿dónde queda la autoridad de un Creador, y por ende su credbilidad? Más acá de la explicación última, los individuos se ven capaces de redefinir la moral a través de la arquitectura de su propia biología.

El transhumanismo es una entelequia apenas explorada, que deja obsoletos los modelos del mundo pretéritos. Gracias a los avances en este sentido hemos conseguido hazañas como que un sordo pueda escuchar, un ciego pueda ver, o un artista pueda escuchar los colores. Las personas transexuales ya se han beneficiado por ello, y es un hecho que la medicina ha sido revolucionada por órganos artificiales, impresión 3D, prótesis, interfaces neuronales e inventos similares.

No sería mucho pedir que en este sentido, con chistes o no de por medio, la actitud pasase por profundizar en un futuro que ya no es el que era. Los curas, castos ellos, pueden quedarse dando misa mientras se les pasa el tiempo, jugando a ser como esos actores que reviven profesiones obsoletas en las ferias medievales.

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