Imaginemos

Imaginemos un país donde hay un dictador, toros y fútbol. Imaginemos una península isolada de la realidad durante casi cuatro décadas. Los Estados Unidos estarían en pugna con la Unión Soviética en una silenciosa Guerra Fría. Alguien se daría cuenta de que aquella dictadura, eventualmente, cesaría, y aquel legajo de Tierra caería a derecha o a izquierda, porque jamás se sostuvo por si sólo. Un mequetrefe apunta que durante una tal República ya negociaban con los Commies, y que durante la Gran Guerra les dio por hacer favores a Hitler. Y hay un delfín, y un príncipe, y aquella tierra es demasiado inestable. Les invitan a un plan Marshall de recuperación, como una zanahoria delante de un burro.

Así que trazan un plan loco: una voladura controlada de un régimen que cederá igualmente. Un comité explica cómo el país zozobrará a su favor.

Precipitan la caída, y eso requiere falsas banderas. ¡Tienen que pensar que lo ha hecho otro! Por suerte quedaban por allí los hijos y los nietos de muchos fusilados, dibujando con sangre una frontera vejada. Si lo que esos quieren ver es contendientes eviscerados, tendrán todo el derecho de uso de la ilegalidad. Por eso dinamitan y encalan un coche, matan al delfín, y eso pasa justo después de que los Yankees colocasen el andamiaje de contención.

Tocado de muerte el dictador, diletante y demente, lega su colección de pantanos a quien ahora es Rey. Los ciudadanos no creen que nada vaya a cambiar, y para evitares el trance ahí están los norteamericanos inspirando a sus políticos. Alguien sugiere una constitución, los tecnócratas se frotan las manos con la mafia, una mujer da alaridos predemocráticos entre el público.

Resulta que el partido comunista es vejado también, y suplantado por una izquierda blanda y mediocre, que acompasa sus políticas con las de la «oposición»: un nido de cuervos de la vieja guardia dictatorial. Entre todos se inventan una fiesta, que consiste en votar cada cuatro años mientras ellos se turnan. Todos van a tener casa, trabajo y futuro. A cambio pagarán con un Rey que espía para otros, mientras una élite parásita y decadente se reparte ayudas públicas. Y alguno se da cuenta de que todo eso ya pasó hace un siglo y acabó en república socialista, y de que si no hacen más ruido alguien empezará a leer libros de Historia.

Así que trazan otro plan loco: legitimar la nueva careta de un régimen plutocrático haciendo que el Rey salve a todos sus ciudadanos. Al principio sugieren alienígenas, lagartos, cucarachas. Al final a alguien se le ilumina la bombilla: «¿Y si el Rey salvase a su pueblo… de él mismo?». «Brillante», dice un director de cine que ha sido invitado al comité.

Las radios dan la alarma. Cuando el ejército toma las calles, ven al fascismo y sus demonios tomarlo todo como antaño. El parlamento es asaltado, y a excepción de unos pocos valientes la mayoría de los parlamentarios se defecan encima de la congoja que les entra al no poder dejarse matar por la democracia por la que pidieron a todos morir. Pero llega el Pastor, el Bienhechor, el Campechano Rey de España, les dice a todos que a la cama, y todos se van pensando que menos mal que no fuimos hacia atrás.

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