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Categoría: Relatos

Los otros nosotros

Bargán no existe, pero cena con nosotros como todos los demás.

—¿Vas a comer más del queso? —pregunta resuelto. Mi madre lo ha frito porque a mi hermano le encanta.

—Dale, Bargán, dale —le digo. Y adelanta el tenedor y pincha un trozo, para que luego yo mire el plato y vea que nada ha cambiado.

Javi es quien me mira a mí. Él sabe, desde que sabe hablar, que miro una pared vacía tras una silla silente.

—¿No te entretiene la tele? —comenta. Es bien consciente de que nunca la veo. Esos bustos parlantes, imágenes que reclaman mi atención, no me interesan. Están muertos en vida. Son efigies; efigies de discursos que a saber quién promociona.

La última vez que presté atención, Antonio Ferreras me advirtió de la CIA. «Cuidado con las nanomáquinas», soltaba. «Esos bichos invisibles quizá estén ya en el agua. Los bebes y se acabó. Dominan tu mente. Te hablan. Es un invento del MOSAD, que ávido por dominar el mundo no ha dejado de invertir en pruebas de carbono catorce. Catorce, como los sabios del Priorato que viven en el subsuelo».

—No, no me entretiene.

Y cenamos los cuatro. Nosotros tres y quien nos dio la vida, que añorando a mi padre se contiene las lágrimas. Sus ojos, verde azabache, contemplan los míos empapados en vinagre. «¿Qué hice mal?», seguro que se pregunta. «¿Qué falló para que él saliese así?»

Nada, Mámá. No hiciste nada. Fui yo quien inventó este Cosmos de mentiras. Sírvete más vino y deja que la vida fluya.

Luego les ayudo a recoger los bártulos. Tenedores, platos y cuchillos que ella friega para llenar los vacíos. Le entretiene cocinar, casi tanto como hacer los malditos crucigramas.

A mí no me gustan los crucigramas. Los tártaros esconden mensajes. Fila dos, columna cuatro, con seis letras: enfrentó a las huestes de Salomón en Salamina. Y pienso: fue el mismo que perdió mi solicitud de beca. Si no fui a la universidad, fue por culpa de Adolf H-I-T-L-E-R.

Y vuelvo a encerrarme en mi cuarto, a pintar miniaturas. El Capitán Danselu pide una cresta mohicana de vivos colores. Lavanda con tintes de fucsia, ¿quizá? Mejor bermejo y amarillo limón. Quedará bien frente a su tropa; quince guerreros argánidos de la tribu de Gestahue. Así que poco a poco pinto, ignorando la opinión de Bargán:

—Se te olvidó la imprimación. No seas tan inútil. Utiliza el de cerdas de caballo, so melón. ¿En qué cabeza caben las sintéticas?

En mi cabeza, quizá. En la cabeza de un majara que no puede atender a sus bailes de salón, a las clases de capoeira, a la academia de arte.

Y sigo pintando.

Suena el wáter y recuerdo la hora: Mamá se va a dormir. Seis horas antes era el tiempo de bajar a la farmacia, pero aquí estoy: pintando sin pintar nada en mi vida. El blister de pastillas se terminó hace tres días, aunque mi madre confía. Ella cree que soy fiel a Quietapina, mi última novia. Sabe que no le fallé a Olanzapina, que se fue con Diazepam. Es bienpensante y quiere pensar bien de su retoño, que en cuarentena pugna entre hacerle otra visita al farmacéutico o el evitar contagiarla. Con todos esos gérmenes por ahí, peligroso sería pisar la calle sin que un agente del Estado Encubierto me saltase al cuello, viajase conmigo y accediese a la casa en Lavapiés, el último reducto de Nosotros Insurrectos, con la única intención de picar a mi madre. No jugaré esa carta, claro que no.

Entonces llaman a la puerta y salimos: Bargán, mi hermano y yo, dispuestos a defender a quien nos dio la vida. Por Cristo Valcolor juro que no se la llevarán como nos arrancaron la de nuesto único Padre.

—Servicios de Gestión de Disidentes Políticos. ¡Abran la puerta!

Y suenan tres golpes más, huecos como el alma de un político.

—¡Abra la puerta o la tiraremos abajo!

Y entonces lo entiendo: Mamá nos ha vendido. Duerme en su habitación, cerrada con un pestillo, y ha utilizado este tiempo muerto para alertar a las fuerzas del orden. «Mi hijo», seguro que ha dicho, «sigue viendo a Bargán cenar con nosotros».

Embisto la puerta de su dormitorio, y la escucho chillar recién despierta. Hará diez minutos que habría conciliado el sueño. Ahora pide ayuda.

—¡Abra la puerta o la tiraremos abajo! Último aviso.

Oigo llorar a mi Madre. Se siente culpable de habernos vendido.

—¿Es que no has visto la tele? —vuelve a preguntar mi hermano desde el fondo del pasillo.

—¡Cállate!

—La tele, pardillo.

Ella solloza asomada a la ventana; es un eco distante que se cuela a través de mi dormitorio, que también da a la fachada. Mis hombros golpean inútiles entre el marco y la lama, y aun estoy a tiempo de dar una patada justo sobre la cerradura, donde la orden de los Cátaros puso el punto débil del mecanismo.

—¡La tele! —insiste mi hermano, y le arrojo una vasija que restalla contra el muro porque lo ha atravesado.

Él tampoco es real.

Bargán, junto a él.

Se ríen y señalan al salón, donde el aparato había dado las nuevas: los principios activos se fabrican en China.

Sin principios activos, no hay medicina.

Sin sustancia, no hay salvación.

Sin tal herramienta, somos dos personas encerradas con un loco.

Así que aquí estoy yo, presto por mis arrebatos, escuchando a un ejército imaginado percutiendo la puerta que da a la escalera. Ellos tampoco existen. Solo existe mi enfermedad confinada entre cuatro paredes, conviviendo con la angelical figura de una bondadosa vieja que lidia con tres hijos; dos de ellos, del material del que hacemos los sueños.

Respiro.

Soy hijo único y ella es mi única madre.

Bajo la guardia, me brotan las lágrimas, pido perdón y vuelvo al cuarto. Mañana será otro día, si hay suerte y en un cuarto de hora no llama la policía.

Y vuelven a llamar.