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Categoría: Relatos

La Negra en La Mierda

Un gordo con dos katanas, otra vez.

Y la semana pasada fue un penco queriendo huir de una calle sin salida. Un acelerón, luego un quiebro a la derecha, y antes de encender la radio ya se había comido otro Ibiza. El segundo, también. Ahora todo se repite. Le siguieron un Honda y la furgo de la panadería. Continuamos para bingo. Sumamos la farola, la papelera y el esguince en el tobillo de Cuarenta Y Dos. Menos mal que dejó las bicicletas en su sitio.

Este es el panorama, y la gente nos pregunta por qué no soltar dos tiros. Terminaríamos antes. Y esta es la historia: llevar pistola no es para cualquiera.

Yo soy Trece y llevo La Negra; una Heckler & Couch USP modelo Compact de nueve milímetros. Es efectiva a cincuenta metros; llega hasta los cien. Podría atravesar tres niños en fila, romper un cráneo como una aguja de punto atraviesa una piñata. Basta un apretón al gatillo y el mecanismo libera el percutor, que impacta en la trasera de un casquillo que detona, propeliendo una bala mientras la estructura recicla los gases para colocar la siguiente candidata a Miss Muerte. Cuando vuelva a tener la oportunidad de disparar, quien me tenga enfrente todavía se estará mirando el agujero, preguntándose qué acaba de pasar. Y eso, si le da tiempo a sangrar. Matar no es tan difícil si tienes una de estas. Con suficientes balas cualquiera se muere.

—La Policía me va a matar— grita el gordo.

Alguien le insulta desde los balcones.

Camina adelante y atrás intentando amedrentarnos.

—Caballero, haga el favor. Haga el favor, por favor— se me traban las palabras.

—¡Que te tires al suelo! —ordena Catorce.

—Estamos hablando contigo —insisto.

Entonces explota:

—Yo soy Dios. ¡Yo soy Dios! Hijos de puta, los voy a matar a todos.

Él es Dios y esta es La Mierda. El virus no es lo peor. El virus es solo yesca, lumbre de la gasolina en la que nos empapamos. Vivimos en queroseno, y entonces basta una chispa para que España arda como el Vietcong bajo el napalm. La pandemia es una brisa que mece lo que era ya inestable; fichas de dominó colocadas por ignorancia, prisa o desesperación.

—Caballero, la gente lo está pasando mal. Tire las espadas.

Ahí os va otra de diplomacia.

—Hijo de puta —opina una vecina desde el quinto. ¿Yo o él?

—Cabrón, déjales trabajar —agrega un padre de familia.

—Escúchame: tira la pistola. ¡Tírala! —nos insiste él.

Entonces aparece la tropa. Cuatro de nosotros con escudo y una MP5, alias La Trituradora. Tras los mastuerzos con antibalas, el comisario Ocho no es tan dialogante:

—¡Tírate al suelo!

—¡Tírate tú! —replica el increpado.

—¡Que te tires al suelo!

—Le van a disparar —adivina otra sabionda. ¿De qué balcón vendrá? Quizá tenga palomitas.

Entonces caigo en la cuenta. Me están mirando. Soy un actor de su novela, el minuto de oro del telediario. Mis dedos falcan un hueso duro de roer, puro suspense enlatado. Todavía sujeto La Negra, sin seguro.

Me tiemblan las piernas. Dudo. De cuántos somos para coserlo con plomo, no tengo ni idea, pero como siga así este se vuelve a casa en una bolsa; porque ya se acabaron las cajas de pino.

—Tírale —me increpan. Quieren que le haga besar el suelo.

El gordo se está calentando.

—¡Mátalo! —demandan. Alguien sin pena ni gloria con la voz partida, desesperado por escapar de sus cuatro paredes.

Brillan destellos frente a mis pupilas. Son las cuchillas agitadas de un desviado que se acerca. Caliente, caliente como una Mierda recién salida.

Y es la gota que me falta para devolver el arma al cinto. «Cuestión de fe», que diría mi abuela.

—Señor, no es mi intención hacerle daño.

—¿Pero qué haces? —cuestiona Catorce. Él encañona su tripa.

—Espera.

Ya os lo he dicho antes: llevar pistola no es para cualquiera. No confundamos Justicia con ajusticiar. La altura de miras implica ponerse por encima, no rebajarse junto a las alimañas. Si matas al padre, siéntate a esperar a los hijos; en plural. Así funciona la violencia. Lo aprendimos de nuestro pasado. En medio de una tormenta de Mierda, marcar la diferencia es patrimonio de los virtuosos.

Respiro hondo y el gordo camina hacia a mí.

Entonces suena mi radio: «no está bien», dice una voz sobre la estática. «La hermana dice que no está bien; esquizofrenia». Es Quince desde la lechera. Les han llamado de la central. El tipo estaba en tratamiento, ahora tiene neumonía y se acaba de cascar una botella de Soberano.

Este es el olor a Mierda; las historias que no te cuentan detrás de cuanto se manifiesta, las pesas que inclinan la balanza más allá de cuanto juzgan los necios.

—¡Paco! —grita alguien. El hombre se da por aludido y gira la cabeza. Le sudan las lorzas, embutidas en pantalones de chándal. Es mi querida Ochenta Y Cuatro, que había puesto la oreja. Ese despiste nos basta.

La lechera acelera y lo embiste, y yo me aparto para que otra unidad venga en Citroën por detrás. Lo emparedamos mientras usa las katanas para romper los cristales, abollar el capó; y se lamenta diciendo que nuestras madres son putas.

Ocho Seis se lanza con la porra. Le acompaña Cuatro Doce. Merienda ostias hasta que suelta las armas. Siete Siete le sujeta las muñecas. Yo coloco los grilletes. La gente aplaude. Bonita función para los activistas de salón. Mira, Mamá: salimos en Tuíter.

—¡Dejen de grabar! Todos ustedes, venga, ¡fuera de aquí!

Y más vítores.

Más insultos enlatados: hijo de puta, cabrón, malnacido. Ningún improperio se debe al virus. La gente de buena voluntad se ha cubierto de Mierda.

En mi cinto, La Negra, dispuesta a dialogar un día más mientras ellos nos aplauden. Rezad, imbéciles, porque no sea a mí a quien se le crucen los cables.