«Es de necios confundir valor y precio», dice el refrán.
Desde la invención de la divisa —elemento que permite un trueque en el que sólo una de las partes adquiere un bien—, el valor se impuso como criterio en el libre mercado. Objetivo a veces, y otras especulativo, dotar a las cosas de su número nos ha ayudado a definir su contingencia y compromiso en relación a nuestras circunstancias. En suma, la invención del dinero y su vinculación al esfuerzo laboral han contribuido a una humanidad más consciente de su relación con el beneficio que deviene del esfuerzo.
Lo que no aclara el mercado es si el valor de las cosas para uno es análogo al significado percibido. De ahí que hablemos de «valor afectivo»; no es lo mismo el compromiso imbuido por los recuerdos subjetivos sobre un anillo de compromiso, que su peso en oro, por ejemplo.
Coqueteo con la idea, fantasiosa, de una unidad de significado; relativa a lo que valen las cosas en su sentido subjetivo, introspectivo, pero desligada del valor de mercado —su precio, en divisa—. Es una entelequia, una imagen de cómo podría ser un mundo en el que el dinero no lo puede todo y además podemos medirlo.
Recuerdo el Bitcoin como un paso intermedio, eludiendo el control centralizado de la banca, pero evidenciando el control de la Codicia sobre las mentes de sus especuladores. En un sentido menos abstracto, poder pesar viajes, comidas o cafés por lo que nos importó su momento; entender cuantitativamente vivencias que por su naturaleza cualitativa nunca fueron mesurables.
Y cabe imaginar esta medida conviviendo con el dinero fiduciario, poniendo en contraste el coste de nuestras apetencias y cuánto nos llenan.
Qué pasaría si fuese posible es algo que cedo a quien sea capaz de inventarlo.