Creo que hay cierta negligencia en atribuir reglas absolutas sobre las cuales se ha de guiar la conducta. Del mismo modo, parece cobarde asumir que toda situación se da con independencia del observador, que por tanto el observador no puede hacer otra cosa que relativizar su juicio a la subjetividad de sus percepciones.
Ni absolutismo dogmático, ni relativismo acrítico. Quizás la piedra angular de nuestra exégesis universal sostenga ambas posturas irreconciliables. Quizás, creo, es más modesto admitir que puesto que el Cosmos no parece darnos respuestas adaptadas a nuestra condición humana, y dado que somos nosotros quienes hemos tenido que inventar los códigos para descifrar el misterio de lo Real, no queda más que admitir lo siguiente:
No hay reglas impuestas ni reglas que deban acatarse, como no hay sistema que sobreviva sin reglas.
No tenemos respuestas, y no buscarlas no es humano, del mismo modo que abrazarse a un dogma es pecar de necedad. Estamos condenados a elaborar una verdad y a seguirla con humildad. Como finalidad en la escala de lo humano, es más valiente utilizar la razón para guiar los pasos, desmereciendo los caminos absolutos y promoviendo una modestia cómplice que nos recuerde abandonar la pauta si nuestras causas se vuelven injustas.
Me temo que cargamos sobre nuestras conciencias con ese silencio genealógico, y que la nobleza deviene de ver y sentir esto, y de asumir que nuestra responsabilidad recae sobre nuestra ignorancia, tanto para eregir doctrinas como para abrazarlas. No importa tanto qué se sigue como admitir que seguimos nuestras propias ideas, que no están a merced de dioses infinitos sino de gentes falibles.
Seamos relativistas radicales y admitamos que nuestras normas absolutas han de ser seguidas a la par que cuestionadas. No hay lugar para que todos los puntos de vista valgan lo mismo, como no hay morada para aquellos que pretendan imponer un único punto de vista. Todo es relativo, pero tenemos que elegir.