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«Este Ubik es el mejor» frente a «Qué felices serían este Ubik y usted, juntos». Los paradigmas de la publicidad cambian, pero el espíritu es el mismo: proselitismo. Proselitismo religioso, proselitismo político, proselitismo comercial. A grandes rasgos, la publicidad es un conjunto de técnicas, conocimientos y prácticas cuyo fin es modificar la voluntad del sujeto de la forma más subrepticia posible. En condiciones ideales, el receptor de un mensaje publicitario acabará por pensar que fue idea suya.
La publicidad constituye una industria cuyo producto subsidiario es una mejora en las formas de mentir. (Quien dice mentir habla de persuadir, taimar, engañar, dirigir o conducir.) Por razones de supervivencia y práctica, los fallos acaban en experiencia, parte del beneficio en investigación; la publicidad evoluciona y se refina conforme se practica. Los estoques azarosos de los publicistas decimonónicos son ahora seminarios sobre neuromarketing.
En su sino, la publicidad es el uso artero de la comunicación para el control de la conducta de un público objetivo. Aunque esto suene maquiavélico, no tiene nada de humano —ni maquiavélico, ni platónico, ni juancarlista—. Me gustaría repetirlo: la publicidad no tiene nada de humano. Por sí misma, la publicidad no es buena ni mala, sino una herramienta.
Aquí viene el quid de la cuestión: la publicidad es un mecanismo para la manipulación de los signos sin oficio ni beneficio, a merced de quien la empuñé primero, mejor o más fuerte. No hay nada, ni bueno ni malo, en advertir que una pistola puede matar, cuando lo único que hace una pistola es disparar balas; con la publicidad pasa lo mismo, con la salvedad de que no está tan controlada como las armas. No todos pueden empuñar un arma, cuando cualquiera con una billetera puede hacerse con el control de una agencia publicitaria de nueve milímetros, semiautomática.
El dilema capital no es la publicidad como algo malo. De nada sirven cuatro párrafos de varapalos si no se entiende que la publicidad es aquí la que menos tiene que ver con injusticia. Cualquier cirujano puede apuñalar mejor que muchos asesinos, cualquier banquero puede robar mejor que muchos ladrones, cualquier político puede malversar mejor que muchos especuladores; pese a ello, la política, la banca y la cirugía son oficios sin cualidad moral. No hay nada distinto en la publicidad, por mucho que odiemos a quienes la practican.
El dilema está en la intención tras la acción. Cuando alguien publicita algo, puede usar el saber para ser honesto a la par que eficiente, para financiar un proyecto que mejor a la humanidad, para vender un producto que proponga una revolución humanista. Del mismo modo, la publicidad vende valores inventados, familias inventadas, perros perfectos —inventados— jugando con niños inventados que siempre sonríen.
La publicidad no es invasiva, sino lo que ciertas compañías y marcas son invasivas. La publicidad no cansa, ni estafa, ni está en la tele. La publicidad está en las mentes de quienes la practican. Es de recibo preguntarse si quienes la practican o demandan albergan intenciones espúreas o agendas ocultas, porque la publicidad sigue siendo, única y exclusivamente, la herramienta que desvela el discurso público de sus usuarios.