Sumido en un desplazamiento por motivos laborales, el protagonista de Fight Club reflexionaba:
«Las personas que conozco en cada vuelo son mis raciones individuales de amigos.»
Esta sentencia, que parte del aislamiento y la fugacidad de las relaciones humanas en el Occidente capitalista y coetáneo, no disimula la conversión —y reducción— de la persona a la categoría de producto.
No dudo de que, a lo largo de la Historia, hemos sido como lupus hambrientos devorándonos entre nosotros; ni de que pueda verse en la anterior cita un conato de la sempiterna condición humana, más versada en el beneficio personal que en el colectivo. El factor diferencial, según lo entiendo, lo marcan la fugacidad y contingencia que nos distinguen de tiempos pretéritos.
La profusión de las comunicaciones acelera el fenómeno, que coloca a los homínidos con sus pasiones, deseos y fueros internos en un mercado social perfecto como no hubimos conocido. La generación Tinder tira pretendientes al hoyo, y podríamos tomarlo como regla si no fuese porque los departamentos de «Recursos Humanos» se inventaron antes. Una mala forma, una mala pose, lo dicho que es leído en un pantalla silenciosa o el gesto tranquilo de responder después; gestos todos que pueden dar al traste con el mutuo beneplácito porque, además de que c’est la vie, la cuantía de las candidaturas es tan abultada que los descartes ni salen caros ni apenan.
Y permítanme un aparte para las raciones individuales que me parecen más lícitas, las que no se apoyan en el interés ocioso y compulsivo sino en la capacidad de las individualidades para maravillarse mutuamente al margen del rebaño. La relación entre dos como un ejercicio de exploración consciente. Son estas, y no las anteriores, las raciones que la intraversión demanda: no una miríada de contactos, sino una reducida cantidad de personas, en lugares tranquilos, escuchando más que hablando, felices por no verse en raciones de muchedumbre.
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