La capacidad del mercado para aceptar, adoptar, deglucir, triturar y desprestigiar una buena idea es sorprendente. En una época que presuponíamos de bondad tecnológica e intelectual, los flujos del comercio han acabado por imponerse frente al Tao de las cosas. Lo que antes se presentaba como único y funcional acaba como un refrito acrítico resultante del pragmatismo financiero.
El consumismo capitalista basado en un libre mercado horizontal y especulativo debería ser regulado, como mínimo, por principios humanistas —no cabe duda de que esto requiere individuos críticos, no meros espectadores de la bonanza que supone optimizar beneficios en detrimento de la humanidad del fin en sí mismo.
El establishment actual ejerce como filtro entre un buen concepto y su retorno de inversión; cuando una idea triunfa, lo suele hacer porque ciertas características distintivas presentes y latentes la dotan de una unicidad y originalidad que actúan como lanzadera. Pero llegado el triunfo llega la autopsia del éxito, en la que se mutila el conjunto original, se cortan los vínculos y se exponen los elementos que llevaron a su popularización. Este proceso de asimilación del éxito frente al fracaso acaba por priorizar individualidades que, desprovistas de su contexto, pronto pierden el sentido original. Por otro lado, las peculiaridades que actuaron como contrapuntos de fórmulas exitosas enfrentan dos destinos muy distintos: son arrojadas al muladar de los factores especiales, o acompañan a los elementos distintivos en el mismo proceso de normalización.
De autor a productor
Generalmente, los creadores que acaban trabajando para grandes grupos de comunicación —y me refiero a músicos, pero podría incluir a cualquier otro artista— alcanzan su fama tras ejecutar algo original, inusual, que les catapulta. Embarcados en las grandes cifras, presa del estrellato y la difusión de un éxito sostenido por un único hit, se ven forzados a adecuarse a los estándares comerciales. En estos términos, el producto se impone a su creador, el provecho sobrepasa la autenticidad y la creatividad se ve relegada al resultado de las ventas.
Se alcanza un punto en el que los creadores no crean, sino que recrean. Se recrean y reinventan a sí mismos hasta la saciedad, en un ciclo que tiene más que ver con reciclaje que con diseño. El proceso de ideación se transforma en un proceso de recreación. Es por esto que hablamos en términos de «quemar» o «agotar» a un artista.
El ocaso de los 40 Principales
Se puede medir el proceso colectivo de depauperización de la música popular. Resulta preocupante que la música sea cada vez más similar; en términos científicos la estadística es demoledora, y en términos antropológicos un estancamiento de la evolución sociocultural puede acarrear consecuencias desastrosas.
El estancamiento es tal que hace años se empezó a librar una silenciosa batalla por el ruido. Antaño, la música tendía a una expresión completa y por ello subía y bajaba el volumen; representar la irrupción de una incontenible horda de valkirias llevaba al estanco silencio tras la batalla; en primavera, el canto de los pájaros iba con los altibajos de su vuelo y las epifanías personales en las que el escuchante dejaba de oír para contemplar las sibilinas dobleces de la realidad. Hoy en día, fruto de la radiofórmula, todos han querido ser y sonar más que el resto; esto ha conducido a la patética, lamentable empresa por explotar hasta la saciedad el límite teórico de compresión sonora. En otras palabras: hemos perdido el rango dinámico, y ahora todo suena igual de fuerte. Ya no hay elementos de fondo, sino un amasijo multipista que acaba por empastar todos los elementos de una composición en ún único registro: el que consiga sonar más fuerte, lleno, contenido, al margen del aparato que lo reproduzca.
Basta comprar los altibajos de esto:
[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=GRxofEmo3HA]
O este icono de la cultura pop:
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Con los golpes de voz que ¨no suben de volumen¨ de esto, una llanura sonora en toda regla:
[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=AByfaYcOm4A]
El legado que nos queda
La postmodernidad supuso una relativización de los valores impuestos, y eso ya se ha comentado lo suficiente. El problema de la crisis de valores en Occidente es que no ha llevado a una reformulación de los mismos, sino a una obviación de su necesidad para una sociedad fundada y consecuente. No se han aplicado políticas para promover una respuesta a la ausencia, sino que se ha aceptado que jamás ha habido una única respuesta. El «es tu opinión» ganó a «lo correcto».
Sin arrastrar el debate a los dominios de la ética, la postmodernidad es tan posible como las décadas que la sostienen, pero su viabilidad reside en individuos con discernimiento y criterio. Si la gente no es capaz de pensar y decidir de acuerdo a sí mismos y al entorno, la relativización relega una civilización entera al estado de un pollo descabezado que corre y choca hasta que muere por causas naturales a su condición decapitada.
Este proceso de desvalorización ha matado el zeitgeist de muchas épocas y ha disgregado a grupos humanos en el pasado. El Imperio Romano es un buen ejemplo de como una asunción del todo como parte integrante de la unicidad acaba por desbordar cualquier sentido o concepción holística. Y aquí me gustaría subrayar, pese a la redundancia, que relativización y holística nunca han sido lo mismo, pese a lo que digan el New Age y los que se han forrado con él.
Paradójicamente, nos enfrentamos a un estado de las cosas en el que no tenemos mucho que decir —los grandes discursos sociopolíticos han sido marginados, la educación responde a razones productivas y la cultura ligera no invita al análisis intelectual— y que, por contra, nos invita a participar en una digitalización constante de las acciones y opiniones. El resultado no es difícil de imaginar: la banalidad define los temas de actualidad en Twitter, Instagram son fotos de gatos y comida, cuesta ser más falso que un «amigo» de Facebook y en Internet gana el rebaño que más chille. El producto de la mayor cima tecnológica que hemos conocido se caracteriza por la vanidad, el ruido y la trivialidad. La realidad no deja de dar la razón a las tesis de intelectuales como Jaron Lanier y Jean Baudrillard.
Considero interesante plantear que lo mismo que ha sucedido con la música popular está sucediendo a nivel del discurso. Si bien en la música es más evidente, en el discurso los cambios se producen de manera subrepticia, seguramente debido a que cómo hablamos y cómo pensamos son actividades análogas que raramente se cuestionan a sí mismas. En este caso, somos tan presas de la neolengua como de la depauperización de la lengua en sí misma.
Y la misma carestía intelectual que promueve el sistema actual de comercio y que potencian las nuevas tecnologías se extiende a la fotografía —con los filtros predefinidos que provocan un revelado monolítico y cruzado de la imagen sin que el usuario tenga siquiera que saber qué es eso—, con el cine —con el enclaustramiento sistemático en un sistema de géneros y clichés funcionales—, el arte plástico —con individuos que meten a vacas en formol porque la figuración «ha muerto»—, la literatura —con la profusión de best sellers que jamás pondrán en duda el sistema que les da de comer, aun cuando en toda cultura la literatura siempre ha albergado alguna corriente subversiva—, etcétera.
¿Conclusión?
Bailar de vez en cuando sin pensar en cómo cambiar el mundo puede ser saludable. Cierta capacidad para relativizar un caso es el primer paso hacia la objetividad plausible. Internet, desde luego, puede conectarnos y reforzar nuestra experiencia humana. Pero todo, reproducido, descontextualizado y utilizado como medida para ganar dinero en lugar de como vehículo de crecimiento personal, tiende al desgaste. No puede ser de otra manera, porque unicidad y repetición son patrones de comportamiento contradictorios; o elegimos lo auténtico, lo que sale de dentro, o nos quedamos con la mera reproducción, que nace del pragmatismo.
Si queremos solventar esta horizontalización cultural carente de originalidad y estilo propios —como diría Lanier, cuesta diferenciar estilos musicales en los últimos veinte o treinta años sin empezar a mezclar palabras que ya definían otros estilos— debemos empezar por plantearnos el sentido original de las obras culturales. Para mí, un cineasta independiente que critica una remuneración injusta tiene un viso de razón, pero un magnate que ve su negocio audiovisual de telepopurrís amenazado por YouTube no merece demasiado crédito.
El arte y la cultura van de la mano, definen quiénes somos y cómo somos. Si acabamos con el arte como un fenómeno creativo que ponga en jaque cualquier automatización posible de los procesos exitosos, acabaremos con nuestra propia razón de ser. Por mucho que el mercado actúe mecánicamente, nosotros no somos máquinas. Si no lo hacemos por dinero, hagámoslo por salud, porque no hacerlo nos costará la identidad y, aún más grave, la humanidad.
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