La mañana había levantado niebla. El aire era fresco y mis ojos, no acostumbrados a la ausencia de las gafas, se peleaban por enfocar las señales distantes. Y respiraba al ritmo de los pies, intentando entender el camino, con dos bastones dándome las cuatro patas que necesitaba para cargar semejante mochila.
Absorto en mis pensamientos, un crujido me hizo levantar la vista. Tras una nube de helechos, pinos y penumbra, dos venados huían a saltos.
Miré en la memoria y encontré, junto a una madrugada vapórea entre árboles quemados, la historia de un matrimonio cargando un bebé por el mismo sendero. El padre contaba, ojiplático, su encuentro con los ojos brillantes de un lobo.
Entonces vi mi soledad desplazada entre la vegetación. Los bastones, mi única arma frente a la razón de la huida de aquellos venados. «Y cazan en manada», le recordé a mis temores, justo antes de caer en la cuenta de que huian de mí.
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