Érase una vez un país preocupado por los hombres que se sientan con las piernas abiertas. No es que las personas o personos tuviesen nada contra ellos; eran los machos quienes evidenciaban algo contra lo ajeno —fuese lo ajeno él, ella o ello—, cuando con desdén tomaban el espacio público esparciendo su masculinidad por los asientos adyacentes.
Las quejas se habían disparado, desde que una joven filósofa denunció el hallazgo de la mala educación de algunos hombres. Vista la urgencia, y siendo incuestionable que un problema de semejante relevancia ofensiva no podía esperar estudios comparativos, el Gobierno decretó la posibilidad obligatoria de que los hombres abrazasen los testículos con sus muslos. Calientes, las gónadas lo agradecieron, siendo no obstante una molestia para ellos, que debían recordar hacerlo —incapacitándoles para todo lo demás—.
Absortos los hombres como conejos descubiertos por los faros de un coche que atraviesa la noche hacia el Departamento de Estudios de Género, el país caminaba hacia el abismo. Se concluyó un armisticio temporal, mientras discutían el margen de error de los grados de apertura de piernas —micromachista, machista, macho y machuno—. Se crearon vagones sexuados, planes de acción completa intregral total para las escuelas, y hasta un Sindicato de Personas Ofendidas por los Hombres Abiertos de Piernas. Se hizo de todo, menos inventar los buenos modales. La sociedad hervía como lava en celo, incendiando a su paso cuantos herejes osasen serlo.
Poco tiempo después, una persona que había dedicado su tiempo a la hostelería decidió cambiar las tornas. Le cocinerx —género neutro, emasculado al nacer, frustrado por vocación— fue descubierto por Le Presidentx —género neutro, creado en los laboratorios dxl Estadx—. El intruso llevaba tiempo siguiendo la actualidad del problema, aunque en ese momento calentaba inútilmente la taza con café que Le Presidentx sujetaba. Apagó el mechero, pasada la retaíla de improperios de quien llevaba la nación; para luego escuchar «…y además ese fuego no será suficiente». Y claro que no lo era; aquel animal político acometió, en el acto, la tesis más perfecta sobre » Termodinámica, postmodernidad y género» que le cocinerxs hubiese escuchado. Era obvio que el calor precedía a la agitación de las moléculas, como la demagogia precedía a la acción de las masas.
No obstante, aquel calienta-ollas no perdió la sonrisa. Había cambiado el mechero por una manzana, y sujetaba el fruto de una vida que nace desde adentro. La luz que reflejaba atravesó las pupilas de Le Presidentx, quien vio en ello —género absorto— la evidencia secular y evolutiva del código genético imbuido en sus semillas, como el germen que nace per se sin necesitar exégesis teleológicas ni calenturas impostadas, ni empujones ni empujoncitos, y mucho menos armisticios. Porque la semilla simplemente es hasta que es manzanas. Y, por supuesto, era relevante que tal objeto tenía un rabo de más, como su árbol una ramita de menos. Tal era su relevancia que se sintió tentado por arrancarlo. «¿Y cómo haces hervir esto?», preguntó le chef a carcajadas.
Deja una respuesta