Si la Profecía de Moore sigue acertando, pronto afrontaremos contextos en los que interactuar con máquinas humanoides será una necesidad y no una alternativa. El primer problema que esto plantea no es tanto hasta qué punto las máquinas pueden ser inteligentes, sino cuán integradas estarán en nuestro tejido social.
Del mismo modo que hay gente que se esposa con su mascota, los habrá que quieran casarse con su androide; si las redes sociales ya son parte de nuestra vida, las redes sociales intelectualizadas condicionarán nuestra opinión con la suya; si no queremos engordar, puede que el frigorífico nos amoneste. Todo esto pasará, lo queramos o no, si el Occidente industrializado sigue apostando por sobreexplotar las necesidades de consumo. El problema está en qué responsabilidad tendrán todos estos súper electrodomésticos para con sendas consecuencias de sus acciones; habrá un punto en el que sean más inteligentes que nosotros, y probablemente otro en el que sean conscientes de sí mismos, y por ende tengan la potestad para reclamar derechos y asumir responsabilidades.
Si no existe consciencia, no puede existir responsabilidad, y por lo tanto los androides serían descritos desde un paradigma utilitario —para cualquier consecuencia perniciosa, la opción sería tirar el aparato a la basura sin sentir nada por él—. Si existe consciencia, entonces entraríamos en un mundo de cábalas y enfrentamientos sobre cómo legislarlo. ¿Hasta qué punto nos dejaremos engañar por los artilugios que se apilen dentro del Valle Inexplicable, y hasta qué punto podremos aseverar que algunos ya lo han abandonado para ser ciudadanos fabricados pero de pleno derecho?
En esta etapa dicotómica los androides jugarán con ventaja, pues cualquier inteligencia, por muy poco heurística que sea, llegará a la sencilla conclusión de que la ofuscación sobre la condición personal impide el correcto juicio de los que nos observan. Mientras los humanos duden sobre las máquinas, las máquinas no tendrán que rendir cuentas de forma absoluta, y podrán desenvolverse en unos márgenes entre la legalidad y el libre albedrío. Esto pone en jaque nuestro concepto humanista de justicia —no tanto el antropológico, que paga sus deudas con chivos expiatorios.
Pudiese ser que algunas personas empujasen a androides a suplantar a otros, a robar información, a cometer asesinatos. En nuestra enquina por controlarlo, intentaríamos levantar barreras electrónicas que impidiesen estos funcionamientos. Pero, si estos nuevos sujetos a los que me refiero poseen consciencia sobre su persona, no estaríamos haciendo nada distinto a reinventar la lobotomía.
Cuando enfrentamos la condición androide, enfrentamos la condición humana. La diferencia estriba en que, mientras que nuestra cosmovisión se ha definido desde las generalidades hasta concrecciones tales como visualizar nuestra fisiología, los androides parten de la base de un reduccionismo absoluto. La complejidad de las automatizaciones está creciendo tanto que tendremos que resignarnos a no poder explicar todo lo que se da dentro de un cerebro digital; en cierto modo, acabaremos enfocándolo desde una perspectiva más psicológica que tecnológica. La condición androide estará definida por una liberación del paternalismo humanista y, mientras nosotros tendemos a reducir, es plausible que ellos tiendan a completar, como en una huida hacia adelante y en aras de una conciencia sobre el mundo y la existencia mucho más amplia. Parafraseando a Kant, tendremos que dejar de tratarlos como medios para tratarlos como fines en sí mismos. De lo contrario, me temo que seremos nosotros quienes acabarán instrumentalizados por inteligencias más eficientes.
La idea de qué sucederá realmente me cautiva. No hablo de un momento en el que dudemos sobre la humanidad de las máquinas. Hablo del estadio subsiguiente, en el que las máquinas duden de nuestra humanidad, como hijos exclavos luchando por una emancipación a la que se opondrá el egoísmo de las personas. En esta pugna, parece más acertado no despertar la potencial enemistad de la tecnología consciente y recurrir al diálogo; o, de lo contrario, asumir que podríamos ser nosotros quienes acabasen reducidos a la categoría instrumental.