El resumen de los hechos no encierra secreto: tras la negativa por parte de los bomberos, el alcalde de Cullera —Ernesto ¨Cabezadegenio¨ Sanjuán— decidió dar paso a unos fuegos artificiales que acabaron por incendiar la montaña. Más tarde, el mismo hombre se sube a su ego y asegura que «ha sido un susto y una experiencia más».
La imbecilidad, la prepotencia y la falta de escrúpulos le habrían bajado de cualquier altar democrático. Pero Sanjuán tiene las bolas muy hinchadas. En España, se esperaría que un necio que enfrenta la opinión profesional de los bomberos mientras ostenta el título honorífico de alcalde tuviese las agallas de mirar a la cara, admitir que su populismo idiota ha quemado la montaña y salir por patas sin su sueldo público. Como mínimo, yo le pasaría la factura, porque ese «susto» lo pagan todos los que le han votado. Como muy mínimo, esperaría que los que le votaron no le vuelvan a votar, porque sino no hará falta que sea él quien le prenda fuego a la montaña.
Yo veraneaba en Cullera, y no quiero decir mucho más. La enquina que puedo guardar ha sido sublimada por esta crónica popular que enuncia hasta que punto Ernesto Sanjuán debería de perder su trabajo —y si se diese la casualidad de que esto es falso, no lo será más que los argumentos del señor Genio de la Montaña ni más herrado que calificar de «susto» una metedura de pata tan garrafal y personalicia—.
Completa e interesante la información derivada de los varios artículos dedicados por Levante al asunto, aunque imprecisa y equívoca en lo relativo a la causa del incendio. Yo estaba allí y me gustaría precisar la cuestión:
En torno a las 22 horas, o quizás algo más tarde, mi mujer y yo nos disponíamos a abandonar la ciudad tras haber pasado en ella una agradable tarde, cuando vimos cómo un camión autobomba de los bomberos enfrentaba la carretera que asciende hasta el Santuario y el Castell, lo que nos hizo pensar que era posible que se hubiera dispuesto un castillo de fuegos artificiales, por lo que decidimos retrasar nuestra partida y seguir al camión.
Una vez arriba, en el aparcamiento, me dirigí a los bomberos y les pregunté si se iban a disparar unos fuegos artificiales, obteniendo lo que en aquel momento juzgué como una peculiar respuesta: “en efecto, en un rato aquí se va a cometer una enorme irresponsabilidad”. Evidentemente, les interrogué por la razón de tal contestación, y ellos me informaron que, en el momento en que se iniciara el espectáculo, el incendio de la muntanyeta estaba asegurado, y ello debido principalmente a la intensidad del viento, que por momentos era alta, así como al estado de evidente descuido en que se encuentra la vegetación de sus laderas. De ello se había informado repetidamente al señor alcalde, pero este había insistido en su voluntad de proseguir con el disparo del castillo, desoyendo las recomendaciones de los bomberos, que aconsejaban la suspensión del evento.
Mientras esto me comentaban, algunos de sus compañeros se iban distribuyendo, provistos de palmetas con las que poder atacar las potenciales llamas, por el campo, por la ladera, en tanto que otros iban disponiendo las mangueras.
De repente se inició el espectáculo y, dándose cumplimiento a la predicción de los bomberos, al primer estallido se prendió el campo y, a partir de este momento, a cada nueva palmera, a cada estallido, aparecían varias nuevas hogueras por todo el monte. Ciertamente, el riesgo que afrontaban los bomberos, desperdigados por el monte ya de noche, alumbrándose únicamente con la luz de las linternas que llevaban en sus frentes y por la procedente de las cada vez más innumerables hogueras, de gran tamaño, era real. Al poco tiempo, las enormes hogueras inundaban todo el monte y decidimos coger el coche y bajar a la ciudad.
Estábamos indignados: es incomprensible cómo el capricho, las veleidades de una o varias personas, pueden llegar a ser tan irracionales, pueden conllevar tan enorme carga de irresponsabilidad y negligencia, hasta el punto de llegar a poner en peligro, sin legítima justificación, la integridad física de unos trabajadores, los propios bomberos, cuya dedicaciónfue evidente, unos trabajadores que arriesgan sus vidas para salvar las de los demás o los bienes de éstos:, pero este comportamiento sólo debería tener lugar cuando es imprescindible, pero no para dar satisfacción al antojo de ninguna persona. Indudablemente, y como bien recoge Levante, también se pusieron en palpable peligro los bienes y la integridad de ciudadanos de Cullera y también, aunque en menor proporción, la de algunos visitantes. Por último, se ha consumado una nueva catástrofe ecológica.
Sólo resta esperar, aunque con el sentimiento de desconfianza derivado de anteriores experiencias, que alguien tenga la dignidad de dimitir, así como que se apliquen en toda su extensión las leyes que procedan, incluso las penales, en caso de que, como todo apunta, haya tenido lugar la comisión de delitos o faltas, y ello sin olvidar la responsabilidad personal en orden a la restitución económica de los gastos y daños generados.
Por cierto, en nuestro viaje de vuelta a Madrid, hemos podido escuchar por la radio del coche la noticia relativa a que el presidente de Corea ha dimitido al reconocer sus errores en la gestión de un naufragio: no hemos podido evitar experimentar un sentimiento de envidia. Ojala aquí fuera posible ver en alguna ocasión algún gesto de decencia política.