Así es la vida: unas veces nada, y otras veces todo. Aquí… estamos de suerte. Bajo el alias de Bette Davis, nuestra colaboradora nos ofrece tanto su relato «Dulce» como una ligera galería de fotos. Disfrutadlo y (qué menos) comentadlo 😉 ¡Gracias Bette!
Estaba sentada con un vestido amarillo en medio de un acantilado, rodeada de esas flores a las que siempre llamé “abuelitos” pero de las cuales nunca supe su nombre real. Rodeada de hierba y rocas, el mar rompía en ellas tan fuerte que me salpicaban gotitas a la punta de la nariz. Veías como se caían varias cosas desde arriba de mí, como si hubiera un piso superior en el acantilado. Un osito de peluche marrón oscuro que lleva un lazo negro con lunares blancos como pajarita. Cayó también un peine de púas rosa, un paquete de tabaco y un libro de historia moderna. De pronto, cayeron notas musicales que sonaban al caer. Veía como una corchea se transformaba en Mozart o Vivaldi y me zumbaban en los oidos. En eso que me llegó ese olor. Dulce, tranquilizador.
La música dejó de sonar, el acantilado se esfumó en un ¡chás!, vi el techo blanco con la lampara azul con cuatro apliques para cuatro bombillas. Ya no había gotitas de espuma de mar en la punta de mi nariz, solo tenía incrustado ese olor dulzón en las fosas nasales. Podrían ser galletas recién hechas, pensé. O magdalenas. O una tarta de queso con un dedo de mermelada de arándanos como las que hacía Mr. P., mi flamante prometido.
Me levanté y vi en el suelo los restos de una mala noche. Había roto algo, un libro, de tapas verdes oscuras. Roto por las costuras. Había quemado páginas, estaban algunas negras y cuarteadas. En otras aún se podían leer cosas escritas con la peor de mis caligrafías. Había roto y quemado mi diario. O lo hizo él. Salté el cadáver de mi memoria del suelo e ignoré las latas de cerveza vacías que tintinearon al chocar entre ellas cuando las aparté con el pie. No le presté demasiada atención al cenicero desparramado con todas las colillas y la ceniza esparcidas por el suelo de la habitación. Seguía el olor y ni siquiera me fijé en los montones de ropa que habían por todas partes por el pasillo entre meados y mierdas del perro. Simplemente bostecé.
Nadie te dice nunca como debe de estar tu casa el día en el que vas a morir. Nadie te dice que vendrá un policía a juzgar como has muerto y en qué condiciones y que se asqueará al ver tanta mierda en un mismo lugar. Ni que pondrá que eras un desastre en el registro policial.