There’s no one around you

Estaban arrepentidos del monstruo que habían creado, decían Sean ParkerChamath Palihapitiya, partícipes en la definición y consolidación de Facebook. Tras el velo de las promesas de socialización y los ánimos para compartir contenidos, a los gigantes de las redes sociales no les costó entender para qué servirían en realidad estas infraestructuras digitales emergentes. Sin embargo, quizás presas de los beneficios, continuaron erigiéndolas hasta que les pudo la culpa.

Las redes sociales, tal y como funcionan hoy en día, suponen dos reversos tenebrosos que el público general tiende a ignorar:

  • Son la mejor herramienta de espionaje a gran escala disponible, donde los usuarios comparten su información (puntos de vista, filiación, localización, conversaciones íntimas, labor profesional, etc.) de manera voluntaria; algo con lo que las fuerzas de inteligencia de los estados llevan soñando siglos.
  • Son la mejor herramienta de targeting comercial disponible. Con los medios tradicionales (prensa, cartelería, televisión y radio) era difícil encontrar a tu audiencia. Hoy en día, a las personas se las puede segmentar gracias a la información que comparten sobre sí mismas.

Dicho esto, cabe esperar que las empresas dedicadas a la socialización por medios digitales (Facebook y Twitter principalmente, pero también se incluyen otras como Spotify, Tinder, Instagram, etc.) tiendan a optimizar la forma en la que los datos de sus usuarios pueden ser procesados, en aras de un mayor beneficio. Esto, además de en una mejora de las capacidades de almacenamiento y manejo de los datos ya adquiridos, se ha traducido en la explotación sistemática de la psicología del usuarios.

Cuando no basta con incentivar al usuario manifiestamente para que comparta su día a día, esto se produce tácitamente. En Facebook observamos mecánicas de diseño orientadas a esta labor, crecientes conforme ha pasado el tiempo: el campo donde antes anotabas tus pensamientos te pregunta ahora qué estás pensando, se incrementan los tipos de contenido que se pueden compartir, las notificaciones se inflan automáticamente con actividad no relativa a lo que has compartido (cumpleaños, actividad en páginas, gente que no decía nada desde hace tiempo, páginas propias desatendidas, cantidad de publicaciones nuevas en una comunidad, etc.), se fuerza a los usuarios a descargarse una aplicación alternativa que monopoliza la interfaz genérica del teléfono (Facebook Messenger), se amplía la gama de respuestas instantáneas disponibles (Me gusta, amor, risa, sorpresa…), etcétera.

Siguiendo la argumentación de los críticos (en temas de privacidad Richard Stallman, en temas de psicología sus propios promotores), Facebook, como tantas otras plataformas, explotan la satisfacción rápida del circuito de recompensa, con estímulos dopamínicos rápidos y de corto alcance, repetidos en una espiral en la que el individuo busca más. Matizando esto, desde un prisma humanista, el productor ejecutivo Brant Pinvidic decía en su documental Why I’m not on Facebook que si las redes sociales triunfan es porque nos dan la posibilidad de alimentar nuestro narcisismo y paliar nuestra inseguridad; a un alto precio: el de que cada acción lleva a necesitar más para mantener el estado de éxito que se adquirió tras un puñado de «manitas» diciendo que algo gustaba. Las redes sociales, en su conjunto, permiten que personas que se sienten poco integradas puedan construir una estructura de expresión personal donde sí lo estén. En relación a esto, comentaban en Forbes una investigación de la Universidad de Pittsburgh, que relacionaba el uso patológico de redes sociales y la depresión.

Pero el uso patológico de las redes sociales es sólo la punta de un iceberg que todavía no entendemos del todo, la premisa de un fenómeno mayor cuya exploración es necesaria en la época de los nacientes años veinte del siglo XXI: las consecuencias del uso compulsivo de la tecnología tras su aceptación irracional, homeostática, por parte de la sociedad.

Extrapolemos el concepto de gratificación inmediata a todas las tecnologías que se valen de ella para estimular la interacción de sus usuarios. En Tinder, ir a la derecha o a la izquierda supone dictar si alguien te gusta o no, basándote en una impresión rápida, una foto; un ser humano, con toda su complejidad intrínseca y extrínseca, reducido para otro ser humano a un impulso gusto-disgusto que apenas dura centésimas de segundo en el cerebro, para luego ser sustituido por otro, y otro, y otros estímulos de idéntico valor. Me produce vértigo concebir este uso extendido a todas las esferas de la condición humana: desde la social a la laboral, la espiritual, la sexual… Si uno termina reduciendo a los demás a estímulos rápidos y contingentes, a gratificaciones del ego, y uno es al tiempo reducido a la misma condición de Lo Prescindible/Lo Consumible, tras la pantalla no quedan más que personas carentes de personalidad, sujetos con más compulsión que consciencia, y todos cuantos participamos pasamos a formar parte entonces en una espiral de soledad creciente, que pervive tras la idea de que pronto encontraremos, de nuevo, un ser humano al otro lado de la pantalla, como una Ítaca inalcanzable prometida by design.

Y  me asaltan preguntas que, de no ser resueltas (por académicos o por mera homeostasis social) pondrán en riesgo el bienestar de nuestras sociedades futuras (tal y como hacen tambalear ya las presentes):

  • ¿Qué valor de significación tiene un ser humano para otro ser humano, y qué valor debería tener cuando entre sus consciencias media la tecnología?
  • ¿Sería aplicable la ética al uso de las nuevas tecnologías? Y, de serlo, ¿hasta qué punto nuestra naturaleza pretérita debe determinar nuestra condicion transhumana?
  • ¿Qué deontología moral deberían seguir los diseñadores de espacios interactivos?
  • ¿Son inmorales los antipatrones de diseño usable?
  • Desde la autoridad personal, ¿precede un sujeto determinado al uso que otros sujetos hagan de él, o viceversa?
  • ¿En qué medida es necesario educar sobre el uso y abuso de las nuevas tecnologías, en detrimento de nuestra adaptación irracional a las propuestas interactivas de estas?

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