Don Juan Carlos, Salvador

¿De qué habla Juan Carlos en la cena de Navidad? Me lo imagino presidiendo la mesa, cada año, callado y con la tele apagada. Un brillo reflexivo ilumina su pupila, que enfoca a un Froilán destrozando el pan y comiendo un jamón de cinco estrellas con la boca abierta. Lo dibujo en mi cabeza con sus tejes y manejes, dándole vueltas al cocotero cuando se va a la cama, en el único día del año que su conciencia emplea para hacer acopio de vicios y virtudes, aciertos y faltas. Se pregunta por el pasado, el presente y el futuro, para justo antes de dormir volver a ver al paquidermo. En su ensoñación trasnochada, Elefante Africano conoce a Elefante Blanco.

Pero de libros, nada. Durante todo el año, los empachos de marisco y prostitutas se digieren con facilidad gracias a la Dieta de la Página en Blanco.

Lejos quedan los gobernantes sabios, como Marco Aurelio o Alfonso X, quienes compensaron sus taras con un sobreesfuerzo de la razón; mártires a fin de cuentas de su propia herencia, empujados a legar la industria intelectual que sus años privilegiados erigieron sobre sus neuronas.

Juan Carlos I de Borbón no ha escrito un libro. Difícilmente lo hará su hijo. Y no hay, ni en las bibliotecas ni en los muladares, un resto intelectual de su dinastía con el objetivo de legar para tiempos futuros un saber construido por la experiencia. La casa de los Borbones ha dejado para las anécdotas el surco de su falta de interés por la ilustración.

Ahora me imagino a Platón en la caverna, viendo pasar las sombras de mis ideales. El perfil obtuso del monarca campa a sus anchas sobre la pared de piedra, y en los ecos de la bóveda se reflejan discursos de orgullo y satisfacción. Pero no hay, sin embargo, ninguna alusión a aspiraciones ontológicas, deontológicas ni epistemológicas. El rey desnudo gesticulando a la lumbre de la hoguera es un solipsista de la vieja escuela, encerrado en su régimen castrense de autoridad suprema, que le provee de fondos suficientes para financiar sus placeres privados: que si un safari, que si unos negocios aquí y allá, que si Corina o tráfico de influencias; de todo esto ya se ha hablado suficiente. Con las luces encendidas, el Rey de España es un carcasa.

Cuando era niño le di la mano, y me recuerdo orgulloso de haberlo hecho, quizás tanto como de haber revisado la historia tras la versión oficial que se implantó tras la transición: un gobernante campechano, salvador y pacificador de España, cuyo puesto no necesita ser justificado por elecciones dado el amor que todos deberíamos profesarle. Aquí el axioma de un gobernante intocable e infalible se queda cojo: si César sólo era un hombre, el Rey de España no puede ser más que una figura que ha sido recordada durante casi veinte siglos.

Pese a ello, el Rey de España no es un hombre, al menos en lo que compete a la horizontalidad de la condición humana. En la Constitución de 1978 que él mismo ratificó se deja bien claro (Art. 56.3):

La figura del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.

Nosotros, guardando las diferencias con los romanos —acusados de fascistas, imperialistas y totalitarios— jamás podremos recordarle a Juan Carlos eso de Respice post te, hominem te esse memento (Mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre). El Borbón podría violar la ley, a una mujer o los preceptos naturales de su condición, que el castigo no pasaría por él. El Rey podría quemar un colegio electoral, abusar de un menor o entrar en el Congreso a tiro limpio con una ametralladora, que mientras el marco jurídico sea el mismo la judicatura no tendría poder ni autoridad para castigar sus niñerías.

A estas alturas difícil es no darse cuenta de los peligros que entraña mezclar, acríticamente, ignorancia con poder, en un círculo vicioso que desvirtúa el concepto de democracia desde que ésta cesó con el comienzo de la Guerra Civil Española, y cuya recuperación aparente tras la muerte de Franco se ha visto nublada por la mediocridad de los gobernantes marchitos de España, empeñados en satisfacer sus propios intereses antes que los de sus conciudadanos, llenándose de palabras vacías y argumentos impropios de su condición social.

Si el Rey es la columna que sujeta la estructura de la España post-neo-Franquista, el estado debe estar muy torcido. Será por los comentarios jocosos de Rajoy en el Congreso —como si que te aplauda tu bancada becerril llenase de honor académico lo que estás diciendo—, la casta terrateniente que vampiriza al español o la actitud misericorde para con la corrupción sistémica y superestructural de España, que podemos inferir que no se puede esperar que un cojo sea competente jugando al fútbol, por mucho que éste sea el deporte Rey.

No hay ningún futuro en un país gobernado por elitistas iletrados, niños de papá y herederos de un dictador, cuya mediocridad y egoísmo rebajan año tras año la honorabilidad de un país entero.

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